Las diosas y las nubes (II)

Stallman y las hordas

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El movimiento por el software libre tal vez sea de esos tramos doctrinales cuya apología de cara al prójimo resulta casi siempre aridísima, empinada, agria, cuando no una palmaria quimera que acabará por socavar y corroer el entusiasmo de quien emprende, no sin cierta ingenuidad, el argumentario. Y es que en cualquier coloquio mundano, y no importa cuán escorados anden los contertulios hacia todo tema de conversación, ya sea político, técnico, filosófico, meteorológico o de cualquier palo que se antoje, casar las computadoras con la libertad individual y la ética lo situará sin remedio a uno en el incómodo ámbito de lo extemporáneo y lo raro. No importa si la conversación discurre por términos —siguiendo la distinción habitual— profundos o superficiales, si se habla de Góngora o de marcas de televisores: el golpe de cencerro de quien conjunte el software (esa palabra arcana, extranjera y con su sabor a jerga, que nunca nadie se ha preocupado por traducir, probablemente por intraducible) con algo tan delicado como la libertad humana sonará a lo que nunca debe sonar en los oídos sanos, a lo discorde, a lo que chasca en todo momento inapropiado y fuera de lugar.

Desde luego estamos ante el gran triunfo —uno más— del poder. ¿Y dónde está el poder —palabra tan deslizable y cambiante— o quién lo ostenta? A decir verdad casi nunca importa, pues el poder siempre fue el poder, está ahí, desde el primer humano que decidió aprovecharse de otro. Pero al menos aquí el poder lo vemos escenificado en el ávido mercado y un mundo gris de oficina siniestra, controlado por las grandes corporaciones. En manos de éstas se halla todo lo imaginable, incluido el goloso nuevo grial (en realidad ya no tan nuevo) de la informática y los ordenadores, y con ellos, por añadidura, ese sujeto que con eufemismo no carente de sinceridad las corporaciones llaman «usuario final»: porque es el último títere que ni siquiera es dueño de los programas que ejecuta.

Toda victoria se nos antoja imposible, eso está claro. Y si alguien consigue siquiera convencerse de que su libertad está mermada por el software «propietario», y concluye en que no hace sino apretar botones y resortes en una caja cerrada a cal y canto, sin saber cuál es la finalidad cierta de esos botones, más allá de dejarle creer que tiene el control, probablemente mirará a otro lado, resignándose con el triste placebo de que el porcentaje de libertad que le restan no es, al final del día, tan grande, tratándose como se trata de computadoras, meros electrodomésticos, cosas que no hay más remedio que usar en los quehaceres cotidianos, pero que puede uno perfectamente convivir con ellas y su mal menor y dedicarse a hablar de Góngora por el Whatsapp o por Zoom. Sí, es muy típico que alguien te diga «¡no me hables de ordenadores, que yo no entiendo de eso!», para luego estar todo el día colgado de aquellos o de otros servicios digitales de dudosa reputación. Y es que no hay tiranía más efectiva que aquella donde los tiranizados no saben que lo están. Basta con un cambio, sutil pero inexorable, de paradigma; y hacer creer al vulgo que las computadoras son, sí, simples electrodomésticos (y no un hito del Humanismo comparable a la invención de la imprenta); y, en suma, que el software que ejecutan emana de ellas y no es lo que en el fondo es y nunca dejó de ser: un producto cultural cuya veda es injusta e inmoral a todas luces. Todo limpio, sin represión ni violencia.

Para hacer frente a tales opresores se necesitan altas dosis de idealismo. E ingenuidad, sí, ya lo hemos dicho: el no cuidarse de derrotas o victorias, términos esos más propios del discurso mercantil del contrario, pues no hay revolución más sincera que la que se sabe destinada al más franco y honrado de los precipicios. Y cabría añadir a lo dicho un cierto embozo de extravagancia asumida. Richard Matthew Stallman (Nueva York, 1953) no sólo goza de sobra de esas tres virtudes, sino que fue agraciado también con la de una rara clarividencia cuando trabajaba en el MIT rodeado de enormes y secretas computadoras —aquellas máquinas Lisp— y decidió poner en marcha el movimiento por el software libre en un mundo en que el software no libre difícilmente representaba amenaza alguna para nadie, y algo como «ordenador personal» sonaba poco más que una contradicción en los términos. Y es que aquí está el meollo del asunto, y lo asombroso: Stallman decidió dedicar su vida a la defensa del software libre, promover una fundación, edificar un sistema operativo cuya licencia de uso no fuese una condena al usuario sino su liberación, un sistema de todos y de nadie, y todo ello precisamente en un tiempo —los 80 del pasado siglo— cuando el común de los mortales ni usaba computadora ni, mucho menos, la llevaba como ahora en el bolsillo a guisa de continuidad de su propio cuerpo.

Con su aire desaliñado y hasta anacrónico, sus barbas, su pelo largo, su perfil generoso o extremado, sus modales en ocasiones chocantes, sobre todo para este siglo puritano, igualador e imbécil, y ese halo de gurú imprevisto que él mismo se adelantó a todos en autoparodiar mediante el personaje o alter ego de San Ignucio, Stallman lleva desde entonces impartiendo conferencias y charlas a lo largo y ancho de medio mundo sobre su movimiento por el software libre. Y tampoco desde entonces ha cambiado una coma de su discurso: siempre dice lo mismo, y lo fascinante es que siempre suena a renovado, por obra de su entusiasmo y su convicción inquebrantables. Su discurso es esencialmente ético, no técnico, y ya sabemos que lo ético debe volver una vez y otra vez como un golpe de martillo tenaz: «no matarás», «no robarás», «no mentirás» son preceptos que debemos repetir cuanto haga falta en su simpleza y transparencia frente a los mercaderes de matices y los tibios. Ah, los tibios, las grandes víboras… Pero aquí no caben medias tintas: o usas software libre o usas software propietario. Y debes usar software libre si valoras en algo tu libertad y la de tu comunidad, pues la sola existencia de software propietario es una injusticia social.

No pocos se han apresurado (incapaces de ver ese entusiasmo y convicción rectoras) a airear sospechas de que tras su terquedad de una sola dirección y el «no bajarse de la burra» subyacen en Stallman algunos desórdenes psicológicos. Y en el fondo no deja de ser irónico el que traten de demostrar vetas autistas en quien más que nadie ha sabido identificarse con ese maltratado usuario final del que hablábamos. Es digno de notar, en efecto, que este programador brillantísimo, autor de Emacs, del compilador GCC, impulsor del sistema operativo GNU, comprenda con una empatía y paciencia admirables al usuario no versado en intríngulis informáticos (y que ni le interesan, por otra parte), el mismo usuario que ya está cautivo desde que va a comprar un ordenador a una tienda y se le impone el impuesto Microsoft o Apple; desde luego lo comprende ciento y mil veces más que todas las catervas de tecnófilos o tecnópatas que pululan por estas comunidades «linuxeras» de nuestras entretelas, los que ven la realidad como su propio repositorio de GitHub, incapaces de trascender la jerga del iniciado. Esos, y no Stallman, son los verdaderos autistas. Por tanto, no nos engañemos: aquél se dirige (entre otros, pero con mayor insistencia que a otros) al usuario medio, común y corriente, antes que a los forofos que cíclicamente van a copar el aforo de sus conferencias y a reírle las gracias de San Ignucio.

En realidad le habla a todo el que pase por allí. Como un Sócrates moderno, dijo alguien en Reddit, y no puedo estar más conforme con esta comparación feliz, pues la afinidad del programador del MIT con el (no menos) extravagante filósofo que vagaba y divagaba con cualquiera por las estrechas calles de Atenas o por la cabeza ancha de Platón es patente e inevitable. Por desgracia, como al griego, también le sirven a Stallman la cicuta de los hipócritas, con la diferencia de que ésta no mata sino que trae el fino veneno de la muerte pública. Ya dijimos que en la nueva forma de tiranía no es necesaria la violencia física; a las corporaciones les basta con aventar olas de indignados y abajofirmantes, henchidos de perversidad algunos y tontos útiles los más. Y, entre medias, ciertas fundaciones de opereta con sus parásitos y paniaguados directivos, que pretenden hablar por boca de toda una comunidad de usuarios y desarrolladores. Por supuesto las redes sociales de hogaño, la nueva corte con sus tráfagos y ruidos, donde confluyen todo vómito y toda escoria y florece la dictadura uniformada de los bienpensantes, donde cada parroquiano siempre está presto a unirse a una u otra horda y tomar su piedra arrojadiza, son el amplificador ideal. Y Stallman, ay, la diana perfecta para cualquier género de vergonzosa manipulación. El discurso de Stallman es simétrico y claro en su simpleza y resulta por ello un peligro cierto para las corporaciones que tanto se han beneficiado del software libre. La intención de los mercaderes, nos tememos, no puede ser otra que la de ejercer el control y despojar la informática de todo componente ético, especialmente purgando licencias de carácter social, como es la GPL, y promoviendo otras que les permitan dirigir la orquesta sin tener que devolver a la comunidad lo que la comunidad ha creado por y para la comunidad. ¿Y quién es, al cabo, la auténtica víctima de todo eso? Como siempre, el usuario final, que ni siquiera se enterará de estos sucios movimientos.

Nada nuevo, como ven, pues el mundo no ha dejado de ser el lugar gris e inhóspito que siempre ha sido. Siento gran tristeza por Stallman, a pesar de que cada vez me cuesta más conjugar el altruismo del software libre con mi creciente misantropía, máxime asistiendo al bochornoso espectáculo de parte de mis congéneres. Pero también es cierto que este texto lo estoy escribiendo en Emacs, parte esencial del proyecto GNU, el cual es de las pocas cosas netamente idealistas que nos quedan. Toda victoria es imposible, en efecto. Por eso es tan grato seguir aquí, y comprobar que Stallman continúa, aún con semejante panorama, incansable en un mundo cansado.

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Publicado: 29/03/21

Última actualización: 25/08/23


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